Obama llegó a Jerusalén y compartió, ante un auditorio abarrotado de jóvenes, una inquietud que ningún mandatario de la Casa Blanca se había atrevido a mencionar antes en público: “No habrá paz hasta que os pongáis en la piel de los palestinos; hasta que intentéis ver el mundo que contemplan sus ojos”. Esto, que podría pasar como un comentario paternal en un discurso protocolario, supone un paso para la humanidad más grande que el que dio Armstrong sobre la Luna. Es una invitación sincera a revisar la historia y comprobar que los palestinos estaban allí antes de la creación oficial de Israel. Que gozan de un derecho legítimo. Que no pueden sentarse a negociar un intercambio de tierras, cuando la propuesta es de 9 a 1 a favor del otro. Detalles que en Israel pocas veces se mencionan y que, en Estados Unidos, se desconocen. Y es precisamente en este punto donde reside la valentía del discurso de Obama; porque el presidente norteamericano, como cualquier otro presidente, cuando sale de excursión tiene delante a los periodistas nacionales y habla para casa.
Estados Unidos es la nación más pro Israel de la Tierra. Incluso más que el propio Israel. E Israel es el país que más dinero le saca a Estados Unidos en concepto de ayuda para el desarrollo: 3.053 millones de dólares anuales. Tres billones americanos para un país con una renta per cápita parecida a la española. Una cantidad superior a la suma de toda la ayuda estadounidense destinada al resto de la humanidad. Y en mejores condiciones. La administración USA le entrega al Estado judío el total de la suma en el primer mes del año fiscal. Al contrario que al resto de naciones, cuya ayuda les llega a plazos, por trimestres, y casi siempre dejando para el final el pellizco más grande de dos tercios.
¿Cómo se las apañan para conseguir tanta ayuda? El primero motivo es la religión. ¿La religión judía? No, la cristiana. Estados Unidos es profundamente cristiano y tiene grandes bolsas de población fundamentalista. Cualquiera que haya pisado una iglesia Bautista en Georgia o en Texas sabe de lo que hablo. Millones de personas aceptan como dogma de fe que Dios le cedió al pueblo elegido el territorio de Israel y que nadie tiene derecho a arrebatárselo. O, lo que viene a ser lo mismo, que mientras Estados Unidos sea un aliado incondicional de Israel, su nación permanecerá bendecida por la gracia divina.
La segunda razón es el lobby que Israel tiene en Estados Unidos: AIPAC. El poderoso Comité de Asuntos Públicos Americo-Israelíes ha convencido a los políticos, a los medios de comunicación y al ciudadano de a pie, de que los intereses de Israel y de Estados Unidos son exactamente los mismos. Una distorsión que cultiva con maestría gracias al desconocimiento de este pueblo sobre la historia de Palestina. AIPAC predica en esta orilla del Atlántico que con los palestinos nunca habrá paz, porque ellos no la desean. Así que AIPAC necesita una amenaza. Y Hamás es declarada organización terrorista para que cuando los norteamericanos vean en directo por CNN los bombardeos de Gaza no sientan pena. Y alimenta los vientos de guerra con Irán porque, mientras el personal se fija en las fronteras, no le da tiempo a analizar lo que ocurre en el interior.
Muchos políticos norteamericanos siguen comiendo de la mano de AIPAC y, mientras sus electores no les demanden un cambio de agenda, difícilmente van a cambiar de postura por propia voluntad. No es que AIPAC financie directamente sus campañas, pero influye en importantes fortunas judías para que lo hagan. Se apoya en que un gran núcleo de la población judía norteamericana, que curiosamente destaca por tener una orientación política muy liberal en todos los ámbitos, es reacio a verter la más mínima crítica contra la política de Israel. Hay razones históricas bien conocidas y muy respetuosas para entender este pacto de silencio. Chantaje afectivo que también salpica a un amplio sector de la prensa; tendente a olvidarse de que los conflictos suelen tener siempre dos versiones. Y, de hecho, se pueden leer artículos mucho más críticos con Bibi Netanyahu en el diario israelí Haaretz, que en los periódicos de Estados Unidos.
Y así estaremos hasta que los norteamericanos no se pongan, como ha sugerido su presidente, en la piel de los palestinos. Hasta que comprendan que los legítimos anhelos de esta gente no van en otra dirección que la de la paz y que sus deseos no se alejan de los de cualquier otro ser humano; que lo único que quiere es acostar a sus hijos por la noche a sabiendas de que no les faltará educación, ni comida, ni abrigo, ni techo.
Y así continuaremos hasta que los votantes de Estados Unidos no presionen a sus congresistas y senadores para que exijan a el gobierno de Israel a detener la ocupación de territorios que no le pertenecen. A sentarse a negociar con los palestinos en igualdad de condiciones. Porque, mientras Israel obtenga de la opinión pública norteamericana una carta verde para hacer lo que le dé la gana en Palestina, utilizará la ayuda que le fluye anualmente desde Washington para este fin. Baste recordar el ejemplo de Sudáfrica. Para la administración Reagan Mandela era oficialmente un terrorista peligroso. Y el Gobierno separatista de Sudáfrica sabía que, mientras Estados Unidos estuviera de su lado, lo que dijera el resto del mundo le importaba tres pimientos.
Las malas noticias son que, para que los norteamericanos se pongan en la piel de los palestinos, va a hacer falta un milagro. Las buenas: que ese milagro ya se está produciendo. Y no viene de ninguna mesa de negociación política. Ni de Madrid, ni de Oslo. El milagro está ocurriendo gracias a un libro de ficción al que le auguro convertirse en uno de los mayores éxitos de ventas de esta década. Se trata de la primera novela de una judía neoyorquina, Michelle Cohen Corasanti, y se titula El Almendro. De momento está sólo en inglés, The Almond Tree, y se puede pillar en Amazon. Es una novela épica, un drama de las proporciones de Cometas en el Cielo, pero que transcurre en Palestina. Una belleza. Una historia que te atrapa desde la primera página y que le pone alma a los palestinos sin levantar el dedo acusador contra nadie; sin transmitir odios. Una propuesta para vivir en paz. Una aventura que te introduce en el universo mágico que los viajeros solían cruzar a caballo o a camello en dirección a Beirut, Amán o El Cairo. Una tierra donde cristianos, musulmanes y judíos compartieron durante siglos sus tradiciones. Donde los hijos heredaban la tierra, generación tras generación, para que el clan se mantuviese unido. Donde la modestia era una forma de vida y un hombre no valía nada si no defendía a su familia. Donde la valentía no se consideraba la ausencia de miedo, sino la abundancia de generosidad. Donde los niños aprendían el principio fundamental de la vida: la decencia.
The Almond Tree es la epopeya de un niño que, cuando arriban obstáculos, ha de mirar en su interior y entender que los soldados son sólo seres humanos y que la guerra es mera política. De un joven que tendrá que descubrir que el éxito no consiste en no caer nunca; sino en levantarse cada vez que uno se cae. Porque es imposible regresar al pasado y cambiar el principio; pero uno siempre puede volver a empezar para cambiar el final.
Este libro puede conseguir que, tras su lectura, la próxima vez que los norteamericanos se asomen a las pantallas de CBS, FOX, NBC o CNN, en lugar de a terroristas anónimos, identifiquen los rostros de mujeres con hijos, abuelos con nietos, padres con hermanos… Camino del trabajo; de vuelta de la escuela; comprando en el mercado… Gentes que no pueden recoger las naranjas de sus propios árboles porque se las han cercado los militares israelíes. Jóvenes que no pueden aceptar sus becas de estudios en Harvard o en Yale porque las autoridades israelíes no les permiten salir de Gaza. Y entonces, esos mismos norteamericanos que hoy callan por ignorancia, se harán preguntas. Cambiarán su intención de voto, exigirán conocer el destino de sus donaciones… Porque a los norteamericanos no les llegan muchas noticias del mundo; pero leen libros. Y ven películas. Y escuchan canciones. Y a través del arte pueden llegar, sin habérselo propuesto de antemano, a ponerse en la piel de los palestinos. Entonces empezaremos a vislumbrar la esperanza en la solución de un conflicto que ya nos pesa a todos demasiado.
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